Me he levantado esta mañana y me he encontrado un pequeño rastro
de color rojo oscuro manchando la sábana. Con la mente confusa,
puesto que acababa de despertar, tardé en llegar a la conclusión de
que aquello era sangre. Entonces el poco ánimo con el que contaba
decayó y no pude hacer más que mascullar una palabra no demasiado
bonita que prefiero omitir.
Me puse en pie con desgana, sabiendo que no me quedaba más
remedio que salir de la cama a pesar del frío que acechaba al otro
lado del edredón, y un horrible y agudo dolor me recorrió desde las
rodillas hasta la espina dorsal, haciéndose especialmente
insoportable en la zona lumbar, núcleo del sufrimiento.
Ese primer recorrido desde la cama hasta el cuarto de baño fue
una espantosa pesadilla en la que la distancia parecía no disminuir
nunca y en la que el dolor se hacía más punzante a cada paso.
Apretando la mandíbula y presionando mi vientre con el antebrazo
izquierdo en un intento inútil de reprimir las ondas de agonía que
ralentizaban y entorpecían mi cuerpo, conseguí al fin llegar a mi
destino.
Preferiría no tener que narrar el momento en el quise bajarme los
pantalones de pijama y resultaron estar pegados a mis muslos. Pero
ahora ya está. Me senté en la taza del inodoro y jadeé y gemí de
dolor mientras sentía bajar los coágulos de sangre y los trozos de
endometrio y los oía caer en el agua.
Envolví mi mano en papel higiénico y me limpié; no fue
suficiente papel y me manché parte del dorso de la mano, así como
los dedos y las uñas. Me levanté del váter, tiré de la cadena con
la mano limpia, me lavé las manos y volviendo a presionar mi
vientre, ahora con ambos antebrazos, hice el camino de vuelta a la
habitación.
Este último párrafo me llevó aproximadamente el mismo tiempo
que los cuatro anteriores juntos.
Temblando por la temperatura anormal de mi dormitorio, el cuarto
más frío y húmedo de toda la casa, me cambié las bragas y los
pantalones de pijama por otras bragas y pantalones de pijama limpios
y me puse una compresa de noche – a pesar de que era de día --
extra grande y extra gruesa con extra de absorción, sabiendo que era
inútil y que tardaría como mucho tres horas en salirme por fuera y
tener que cambiarme de bragas, pantalones y compresa otra vez.
Entonces fui a la cocina, el segundo cuarto más frío y húmedo
de la casa, y me preparé un café con leche y magdalenas que
disfruté malamente haciendo intermedios para llorar al lado de la
estufa del salón. Entonces volví a la cocina, abrí el grifo del
fregadero, llené medio vaso de agua helada y eché dentro un sobre
de Ibuprofeno.
Me gustaría poder decir que el Ibuprofeno alivió mi dolor aunque
fuera solo un poco. No fue así. El primer día es el más fácil.
Aún me quedan cinco – 120 horas – de sufrimiento. A lo mejor
ocho.
Estoy harta de tener que sufrir en silencio porque la menstruación
sigue siendo un tabú. Estoy harta de que se achaque el mal humor de
una mujer a su menstruación y estoy harta de no poder estar de mal
humor cuando el dolor no me deja moverme – no es exactamente el
momento más feliz de mi vida. No es la menstruación lo único que
duele y no todas sufren cuando menstrúan. Y el hecho de suponer que
una mujer está menstruando sólo porque está de mal humor suele
contribuir a él.
Así que, por favor, gente que no menstrúa, dejad de ser tan
gilipollas y daos un puñetazo en los genitales cada vez que tengáis
ganas de hacer un chiste o un comentario ofensivo sobre algo de lo
que no tenéis ni puta idea.
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